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Contra la esclavitud del siglo XXI

Ahora estamos en el siglo XXI y la esclavitud aún existe. Esclavitud es la posesión de un ser humano en manos de otra contra la voluntad del primero. Es la explotación del trabajo de una persona contra su voluntad y eso implica el robo también de su propiedad privada, esto es, de su producción. El esclavo no tiene opciones, sólo ha de trabajar para su amo, de no ser así, el amo tiene la capacidad de aplicar la fuerza, la violencia física contra el esclavo pudiéndolo incluso matar. El que trabaja de forma voluntaria jamás puede ser un esclavo, por más mal pagado o explotado que se considere. En el momento que podemos abandonar de forma libre y sin represalias nuestro trabajo, somos hombres libres no esclavos.
Todo y así, la esclavitud no sólo sigue existiendo, sino que es masiva y afecta a todos los sistemas occidentales. Sólo hay una organización que nos haga rendirle por medio de la fuerza nuestra producción y libertad contra nuestra voluntad: el estado.
A igual que ocurría en los siglos XVIII y XIX, la actual esclavitud del estado se mantiene por las mismas excusas: el esclavo no puede vivir en libertad porque es un ser antisocial, se rinde ante sus pasiones, o también, en libertad sólo haría que generar costes sociales que llevarían a la extinción de la humanidad. Posiblemente, de aquí a doscientos años nuestros descendientes vean estas excusas tan ridículas como nosotros vemos las de los esclavistas de siglos pasados. En ese momento futuro, es de desear que el hombre haya llegado a la cúspide de la civilización y por fin podrá desarrollar su potencial sin obstáculos ni extorsión.
El estado no ha de ser responsable de nuestras vidas ni actos. Cuando lo hace, sólo es para podernos expropiar por medio de la coacción nuestra propiedad privada y nuestro trabajo. Los impuestos, por ejemplo, no tienen ninguna justificación individual ni por lo tanto social, más bien al revés. Sólo sirven para mantener a una oligarquía: gobernantes, políticos, grupos de presión, sindicatos, patronales, monopolios... que en una sociedad libre sería minoritaria y menos parasitaría que en la actualidad.
Al rendir nuestra producción o dinero al estado tenemos, de hecho, un socio pasivo e impuesto que cada día, semana, mes, año y durante toda nuestra vida vamos a tener que alimentar sin que nos aporte nada en balance general, aunque sólo sea por la suma de todos los costes de transacción o la restricción a la diversidad de la estructura productiva y de precios que el estado impide. Pero lo que es más importante, con los impuestos cedemos nuestra producción realizada contra nuestra voluntad. A eso siempre se le ha llamado robo, no hay ningún contrato ni negociación posible, es "la bolsa o la vida", y sólo bajo esta amenazada el esclavo paga. No es un acto humanitario, sino antisocial e incivilizado.
De igual forma, el estado abarca cada vez más el control en nuestras vidas. ¿Por qué necesita un permiso del gobierno para conducir, abrir una empresa, comprar un arma para defendernos o por qué la ley, ordenanzas municipales o los políticos en general le han de decir dónde aparcar su vehículo, cuándo regar las plantas o a qué hora o cómo ha de sacar la basura todo ello bajo la amenaza de multas? Rápidamente el esclavista y prohibicionista le responderán, al igual que decían en el S. XIX: "porque el hombre es un salvaje, necesita leyes que le coarten su libre albedrío, sino la sociedad sería un caos y todos desapareceríamos".
La burda apología del esclavismo concibe que el hombre no son responsable de sus propios actos, y cómo solución nos plantea una contradicción: un grupo de hombres, oligarcas, que dirijan y manden sobre el resto. Si el hombre es salvaje por esencia ningún sentido tiene poner al mando a uno de su misma especie. No sólo eso, sino que además los incentivos son diferentes. El político, al ser un hombre con control supremo y sin nadie que le supervise –todo lo contrario que nosotros– toma decisiones que sólo apoyan su interés sin necesidad que a usted le puedan ser beneficiosas. Más bien al revés, como el político y el gobierno son los dueños monopolísticos de la fuerza y la ley pueden usarla en único beneficio de ellos mismos y los suyos. Si lee la prensa o mira las noticias encontrará tantos casos como quiera: corrupción por todas partes, leyes favorables a una sola empresa o grupo de presión, o leyes que sólo favorecen al propio gobierno como la actual Ley del Suelo que abarata las expropiaciones y puede impulsar la corrupción política aún más.
Los controles sociales pueden existir sin una represión continua del estado hacia todo, es más, la represión y derecho positivo en el que se basa el estado del bienestar no son la mejor forma de potenciar la responsabilidad individual. Curiosamente es a la inversa, fomentan el caos y el grado de inicialización del hombre. El continuo aumento de la delincuencia en España es debido a leyes que consideran al criminal una víctima, esto es, lo exoneran de sus actos. El alto grado de desempleo es debido a leyes que fomentan la irresponsabilidad individual como el subsidio de desempleo o leyes contra el despido, que además, se basan en la extorsión. Para garantizar una sociedad puramente responsable sólo hay un camino, avanzar hacia una libertad total donde todo sea responsabilidad privada e alguien. Fíjese por ejemplo, que las calles siempre están sucias, su "responsable" es el estado. Por el contrario, los grandes almacenes privados siempre están limpios. Sus dueños se encargan de que así sea sin que le cueste nada a la sociedad.
Los pensadores liberales y la entrada del capitalismo abolieron la esclavitud privada. Ahora que hemos consolidado este hito de la civilización vamos a tener que ir más allá y abolir la esclavitud del estado. La entrada de lo que conocemos como Globalización nos lo permite y corre de nuestro lado, es una potente arma para la descentralización estatal. La tecnología, con Internet por ejemplo, también nos permite difundir las ideas sin la censura del gobierno, al menos por el momento.
Es la obligación de cualquier hombre libre luchar contra la esclavitud, no importa que fuese en el siglo XVIII o en el XXI.


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