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Joseph Stiglitz: El malestar en la globalización

El proceso de globalización emprendido en forma sistemática a partir de 1990 tuvo como objetivo aumentar el bienestar de la población mundial. Instituciones como el Fondo Monetario Internacional (FMI), Banco Mundial y la Organización Mundial de Comercio fueron las encargadas de liderar la tarea. Sin embargo, después de doce años, el fracaso es indiscutible. El último informe de la Comisión Económica para América Latina (Cepal), divulgado por el secretario general José Antonio Ocampo, señaló que en el año 2001, 214 millones de personas, es decir, el 43 por ciento de la población latinoamericana, vive en la pobreza, y de éstas, 92.9 millones (18.6 por ciento), en la indigencia.

Así, el Premio Nobel de Economía en el 2001, Joseph Stiglitz, analiza en su libro las políticas macroeconómicas emprendidas con mayor rigor por el FMI en la década del 90 con el interés de contribuir al crecimiento de algunos países en desarrollo. No obstante, el autor denuncia las fallas en que una y otra vez el FMI ha incurrido, por causa de su fundamentalismo económico.

El valor de la acusación está en que Stiglitz conoce detalladamente la forma de proceder del gobierno americano y de las organizaciones financieras multilaterales. Después de años de investigación y ejercicio docente en distintas universidades norteamericanas, fue elegido en 1993 director del Consejo Asesor del Presidente Clinton. Luego, en 1997 pasó al Banco Mundial, donde fue economista jefe y vicepresidente senior durante casi tres años, hasta enero de 2000. Por lo tanto, y como él mismo lo expresa, fue testigo de excepción en un período colmado de perturbaciones económicas para el mundo, que empezó con su estadía en la Casa Blanca, cuando Rusia inició la transición del comunismo al capitalismo, y terminó cuando fue vicepresidente del Banco Mundial durante la crisis financiera que explotó en el Este asiático en 1997.

Antes de su llegada a la Casa Blanca, Stiglitz había dedicado su trabajo e investigación a temas teóricos y prácticos. Así, él contribuyó al desarrollo de la economía matemática abstracta, con los resultados alcanzados en lo que hoy se conoce como la economía de la información. Además, trabajó en temas más aplicados como el desarrollo, la economía del sector público y la política monetaria. Durante veinticinco años Stiglitz ha escrito sobre temas como quiebras, apertura y acceso a la información. También ha jugado un papel importante en la defensa de una transición gradual de las economías comunistas hacia el libre mercado, recriminando las llamadas “terapias de choque”.

La sensibilidad de este economista del primer mundo, poco usual en la mayoría, está relacionada con su experiencia como docente en Kenia (1969-1971). “Parte de mi labor teórica más relevante fue inspirada por lo que allí vi. Sabía que los desafíos de Kenia eran arduos pero confiaba en que sería posible hacer algo para mejorar las vidas de los miles de millones de personas que, como los keniatas, viven en la extrema pobreza” (Cepal, 13).

A pesar de toda su experiencia académica, Stiglitz concluye que ésta no le sirvió de mucho para afrontar los problemas con los cuales se encontró cuando llegó a Washington. El sesgo ideológico y político del Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio, los desviaba de su misión por mantener un equilibrio económico en el mundo.

El tema central del libro es un cuestionamiento al papel jugado por estas instituciones económicas en el proceso de globalización, las cuales en lugar de favorecer el crecimiento y desarrollo de los llamados países del tercer mundo, lo que han generado es un desequilibrio, al no respetar las secuencias y los ritmos de estas economías. La razón de dicha situación, según Stiglitz, está en que “las decisiones son adoptadas sobre la base de una curiosa mezcla de ideología y mala economía, un dogma que en ocasiones parece apenas velar intereses creados” (Cepal, 16). Es precisamente ese credo, es decir, el neoliberalismo, la causa fundamental del desajuste económico, social y político en el mundo. Ese es el segundo tema central en el análisis de Stiglitz, la crítica al libre mercado como estrategia de equilibrio de la economía, y el menosprecio por la participación del Estado como medio alterno para lograr el mismo fin.

Cabe señalar que para el desarrollo de este trabajo, aparte de la propia experiencia de Stiglitz, él utilizó otras tres fuentes: los funcionarios estatales, los empresarios y lo que él denomina la red global de colegas académicos, es decir, profesores e investigadores universitarios. Además, tuvo el apoyo de universidades como Stanford y Columbia, y recibió soporte financiero de las Fundaciones Ford, Macarthur y Rockefeller, la Agencia Internacional de Desarrollo de Canadá y el PNUD.

El libro está organizado en nueve capítulos, con un estilo de narración agradable –seguramente por no utilizar un tono académico, habitual de la teoría económica– que resulta muy fácil de entender. Los conceptos se hacen comprensibles para el lector gracias a la variedad de ejemplos que Stiglitz va citando, fruto de su posición estratégica en la Casa Blanca y en el BM.

La primera parte del libro, que incluye los primeros tres capítulos, es un examen al papel desempeñado por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial de Comercio, en relación con el cumplimiento del objetivo inicial por el cual fueron creados, es decir, el compromiso por sostener el equilibrio económico mundial. La táctica utilizada para evaluar esta tarea, una y otra vez, es citar la experiencia vivida como funcionario del gobierno americano y del BM respecto de algunos países africanos y del Este asiático.

Así, el primer punto de estudio es el papel desempeñado por estas instituciones en el proceso actual de globalización. Stiglitz señala cómo las últimas reuniones del FMI, BM y la OMC han terminado en conflictos y disturbios, ejemplo: Praga, Seattle, Washington y Génova. La pregunta que Stiglitz se formula es: ¿Por qué la globalización –una fuerza que ha producido tanto bien– ha llegado a ser tan controvertida? La respuesta parece ser, que no obstante haber posibilitado “la integración más estrecha de los países y los pueblos del mundo, producto de la reducción de los costes de transporte y comunicación, y el desmantelamiento de las barreras artificiales a los flujos de bienes, servicios, capitales y conocimiento” (Cepal, 34), para la gran mayoría de los países en vía de desarrollo se convirtió en un karma reflejado en el incremento de su pobreza. A pesar de los intentos por reducir este flagelo, en la última década el número de pobres ha aumentando en casi cien millones. En 1990 había 2.718 millones de personas que vivían con menos de dos dólares diarios. En 1998 el número de pobres era estimado en 2801 millones1. Los responsables de este desastre social son los partidarios de la globalización cuyo único modelo es “el capitalismo triunfante de estilo norteamericano” (Cepal, 29).

Aunque para Stiglitz la globalización en sí misma no es buena ni mala, el error para él en principio está en la velocidad con que se ha desarrollado. Instituciones como el FMI, BM y la OMC han sido las encargadas de presionar dicho compás. La celeridad en la eliminación global de las barreras al movimiento de capitales y el comercio no han respetado el ritmo y las condiciones propias que tiene cada país para su desarrollo.

El autor indica cómo el FMI ha fracasado en los últimos 20 años, respecto a la misión con la cual fue creado en julio de 1944 por iniciativa de la Naciones Unidas en la Conferencia Monetaria y Financiera celebrada en Breton Woods, New Hampshire. La idea era crear una institución de carácter colectivo, que trabajara por mantener la estabilidad económica global, con el fin de evitar crisis similares a la “Gran Depresión” de 1930. Sin embargo, desde 1980, “no hizo lo que supuestamente debía hacer: aportar dinero a los países que atravesaran coyunturas desfavorables para acercarse nuevamente al pleno empleo” (Cepal, 40). Una ayuda que debía ser transitoria se convirtió en permanente, lo que degeneró en una posición imperialista del FMI, pues terminó gobernando sobre los países en desarrollo. Aún más, ha usurpado las funciones del BM, al ocuparse también de cuestiones estructurales de los países, como son el gasto público del gobierno, las instituciones financieras, el mercado laboral y sus políticas comerciales. El FMI además de ocuparse de las variables macroeconómicas de los países, es decir, el déficit fiscal, su política monetaria, su inflación, su déficit comercial y su deuda externa, acabó anexando funciones que no le competían.

La orientación keynesiana de la función de intervención del Estado para mantener el pleno empleo, fue reemplazada en la década de los ochenta por la “mano invisible” del mercado. Sin embargo, esta fórmula ha fallado, prueba de esto son los errores en secuencia y ritmo que ha cometido el “FMI en todas las áreas en las que ha incursionado en el desarrollo, manejo de crisis y transición del comunismo al capitalismo” (p. 43). La razón que Stiglitz arguye para que esto haya acaecido está en que las decisiones en este organismo se ejecutan en función de criterios ideológicos y políticos. Además, la receta aplicada siempre fue la misma para todos los países, sin tener en cuenta sus particularidades culturales y las consecuencias sobre los seres humanos que hacían parte de estos pueblos. Stiglitz así lo expone, cuando participó en la primera administración del presidente Clinton: “Rara vez vi predicciones sobre qué harían las políticas con la pobreza; rara vez vi discusiones y análisis cuidadosos sobre las consecuencias de políticas alternativas: sólo había una receta y no se buscaban otras opiniones” (p. 16).

Para Stiglitz, la razón que explica este proceder se encuentra en los esquemas mentales tanto de los países desarrollados como subdesarrollados. Para él, aún persiste la mentalidad colonial, es decir, la carga del hombre blanco y la presunción de saber qué es lo mejor para los pueblos en desarrollo. Las misiones del FMI se comportan de manera similar a como lo hacían los funcionarios reales de la corona española durante la colonia, es decir, con desconocimiento social, político y económico de los pueblos a los que pretenden trasplantar el desarrollo. Para ellos el desempleo es tan sólo una estadística, “un conteo de cuerpos económicos, víctimas accidentales en la lucha contra la inflación o para garantizar que los bancos occidentales cobren. Los desempleados son personas, con familias, cuyas vidas resultan afectadas –a veces devastadas– por las políticas económicas que unos extraños recomiendan y, en el caso del FMI, efectivamente imponen” (p. 50).

Stiglitz también señala que el problema de las instituciones económicas internacionales subyace en quién las gobierna, es decir, quién decide qué hacen. Además, de quién habla en nombre del país. Para nadie es un secreto que los encargados de tomar las decisiones son los siete países más industrializados, es decir, Estados Unidos, Canadá, Alemania, Francia, Italia, Reino Unido y Japón, mediados por los intereses comerciales y financieros de estos países. En el FMI son los ministros de Hacienda y los gobernadores de los bancos centrales, representantes de la élite financiera de cada país los encargados de establecer las políticas económicas que se deben seguir en el resto del mundo. En la OMC son lo ministros de Comercio los que reflejan los intereses del sector empresarial. Stiglitz cita cómo Robert Rubin, secretario del Tesoro, durante el período en que él fue vicepresidente del BM, “venía del mayor banco de inversión, Goldman Sachs, y acabó en la empresa (Citigroup) que controla el mayor banco comercial: Citibank. El número dos del FMI durante este período, Stan Fischer, se marchó directamente del FMI al Citigroup” (p. 45).

No obstante la crítica a los organismos económicos multilaterales, el interés de Stiglitz, manifiesto en el segundo y tercer capítulos, es recalcar la necesidad de que las instituciones económicas internacionales respeten las condiciones particulares de cada país al momento de realizar los ajustes económicos; sin olvidar, el papel relevante que tiene el Estado en dicho proceso. Para ello describe los éxitos alcanzados en países africanos como Uganda, Etiopía y Botsuana, al igual que en el Este asiático, específicamente China, donde se cumplieron los ritmos y las secuencias de cada uno de ellos. Además, Stiglitz propone desarrollar convenios en donde se tenga en cuenta el plano político, “por ejemplo: estrategias que incluyen la reforma agraria pero no incluyen la liberalización del mercado de capitales, que plantean políticas de competencia antes de la privatización, que aseguran que la creación de puestos de trabajo acompañe la liberalización comercial” (p. 118).

En el capítulo cuarto Stiglitz presenta la catástrofe económica para los países del Este asiático que fueron obligados por el FMI ha realizar la apertura indiscriminada de sus mercados de capitales, concretamente: Corea del Sur, Indonesia y Tailandia. El producto final de este desajuste, provocado por el movimiento incontrolado de dinero en las bolsas asiáticas, fue la crisis en 1997 de las economías emergentes.

Stiglitz denuncia que lo absurdo de la implementación de esta política subyace en el supuesto interés por mejorar la situación del sistema empresarial y bancario, lo cual era un exabrupto, pues la región había estado creciendo durante las tres últimas décadas con base en el ahorro interno de los países. ¿Entonces por qué inducir la entrada masiva de capitales, si no hacían falta recursos para generar desarrollo y crecimiento en la región? Aunque Stiglitz una vez más determina como causa de esta crisis el fundamentalismo del mercado en cabeza del FMI y del Tesoro norteamericano, no deja de nombrar lo que él denomina la “teoría de la conspiración”, es decir, la maniobra por debilitar las economías asiáticas con el fin de controlarlas vía endeudamiento, pues ese era el resultado después de haber ejecutado los programas de rescate.

No obstante, Stiglitz también expone cómo países de esta región que no siguieron los preceptos del FMI corrieron mejor suerte, casos de Malasia y China, el primero por resistirse al mandato del FMI y el segundo por haber optado firmemente desde 1970 por una gradualidad respecto de la apertura de sus mercados.

Sin embargo, gran parte del mundo en desarrollo no ha podido aplicar sus propias reglas, América Latina es una prueba de ello. El decálogo del Consenso de Washington, dictado por el FMI y cuya esencia espiritual para el orden económico es la mano invisible del mercado, no ha generado bienestar; al contrario, el resultado final “ha sido favorecer a la minoría a expensas de la mayoría, a los ricos a expensas de los pobres” (p. 46).

Los tres siguientes capítulos se centran en el análisis del fracaso ruso en la transición de una economía totalitaria a una de mercado. El capitalismo desarrollado en la última década del siglo XX, que fue un curso acelerado de economía de mercado, quedó en evidencia con la crisis de 1998; los ríos de miel y leche prometidos por EE.UU. y el FMI no brotaron. La terapia de choque implementada desde las oficinas del FMI y del Tesoro norteamericano no funcionaron y al contrario de generar crecimiento, lo que provocaron fue pobreza. Para Stiglitz la frustración se explica por el carácter específico del proceso; la transición, más que un cambio económico, era una transformación social, es decir de las estructuras sociales y políticas: “parte de la razón de los funestos resultados de la transición económica fue el no reconocimiento de la centralidad de estos otros componentes” (p. 177).

Así, las medidas implementadas por Rusia desde el principio como eje articulador del cambio fueron únicamente económicas. El primer paso fue la liberalización instantánea de precios, que “desató una inflación que liquidó los ahorros y situó la cuestión de la macroestabilidad en el primer lugar de la agenda” (p. 183). De aquí en adelante las políticas centrales del modelo fueron estabilización, liberalización y privatización, con el agravante que el proceso se inició sin ningún marco regulatorio, lo que confluyó en una situación de corrupción endémica. Por lo tanto, los rusos “intentaron tomar un atajo hacia el capitalismo y crear una economía de mercado sin instituciones fundamentales, e instituciones sin un marco institucional básico” (p. 181).

Para Stiglitz fue el FMI el responsable de esta crisis, ya que los lineamientos trazados por esta institución no funcionaron; medidas tales como la privatización, que hacen parte de la receta obligatoria para que el FMI ayude a los países en problemas, no dieron resultado: “es fácil privatizar a marchas forzadas si uno no presta atención a cómo se privatiza, y si en esencia se trata de entregar valiosa propiedad estatal a los amigos de uno” (p. 186). Luego la privatización en lugar de contribuir al desarrollo económico ruso, lo que generó fue desconfianza en las reformas. El ejemplo más elocuente de este proceso fue el programa de préstamos a cambio de acciones estatales, a través del cual el gobierno ruso obtuvo recursos económicos de los bancos privados. El problema fue que el Estado no pudo cubrir la deuda y “los bancos se quedaron con las compañías en lo que cabe considerar como ventas fingidas (aunque las autoridades realizaron subastas de puro teatro) y unos pocos oligarcas se convirtieron en millonarios en un instante” (p. 204).

Para Stiglitz, estos comportamientos asumidos durante el proceso de transición rusa socavaron el contrato social que unía al gobierno con sus ciudadanos, debido al resquebrajamiento del capital social, es decir, las reglas de juego dentro de una sociedad. “Uno no se enriquecía trabajando duro o invirtiendo, sino empleando los contactos políticos para conseguir barata la propiedad estatal en las privatizaciones” (p. 206). La denuncia de Stiglitz apunta en dirección al error cometido por el FMI, el cual solo se centró en los ajustes macroeconómicos, dejando de lado los problemas de pobreza, desigualdad y capital social.

A pesar de las claras evidencias de corrupción en Rusia, el FMI lideró el plan de rescate cuando estalló la crisis en 1998, al punto que del paquete de salvamento estimado en 22.600 millones de dólares, el FMI colocó 11.200. Este dinero sólo sirvió para que los inversionistas locales y extranjeros lograran ponerse a salvo, al trasladar sus dólares a cuentas en el exterior. Stiglitz señala una doble moral en esta actuación, ya que “a los países pequeños y no estratégicos, como Kenia, se les denegaba el crédito debido a la corrupción, pero se seguía prestando dinero a países como Rusia, donde la corrupción alcanzaba un nivel muy superior” (p. 191). Esta acción ubica al FMI como una institución política, pues el rescate económico ruso en 1998 obedeció a un interés por mantener a Boris Yeltsin en el poder. Además, las políticas del FMI estuvieron en consonancia con las opiniones emanadas por las directivas del Tesoro, quienes “estaban atemorizados por el peligro de un retroceso hacia el comunismo” (p. 214), de ahí la determinación de realizar un ajuste económico rápido, y no gradualista. Para Stiglitz, lo que en gran medida determinó el revés ruso fueron los intereses económicos americanos en cabeza del sector financiero y comercial, junto con la ideología predominante en la comunidad financiera.

En el capítulo séptimo Stiglitz llama la atención sobre la posibilidad de encontrar mejores caminos hacia el mercado que los propuestos hasta ahora por el FMI. Para sustentar esto señala los éxitos alcanzados por Polonia y China, países que siguieron estrategias diferentes a las ofertas realizadas por el Consenso de Washington. El rasgo común de estos dos procesos ha sido una política gradualista de liberalización. Polonia “no emprendió una veloz privatización y no puso el control de la inflación a niveles cada vez más reducidos por encima de todas las demás consideraciones macroeconómicas” (p. 230). No obstante, sí tomó otras precauciones, como construir el apoyo democrático a las reformas, ajustar las pensiones a la inflación y crear la infraestructura institucional para una economía de mercado. El caso chino comienza en la agricultura, “con el movimiento desde el sistema de producción comunal (colectivo) hacia el sistema de la responsabilidad individual; en la práctica una privatización parcial” (p. 231). El gobierno central chino se preocupó tanto por la estabilidad como por el crecimiento, pero el eje de su política económica fundamentalmente fue la creación de competencia, nuevas empresas y empleos. La estrategia de estos dos países fue relativamente sencilla, y consistió en no demoler tan rápido el sistema del cual venían; muy distinto a lo que sucedió con Rusia, donde la consigna fue privatizar lo más pronto posible. “La ironía final es que muchos de los países que adoptaron políticas más graduales pudieron acometer reformas más profundas más rápidamente” (p. 235).

Los dos últimos capítulos son una propuesta para una “nueva agenda”, recomendaciones que Stiglitz hace a la falta de coherencia teórica del FMI. Aunque éste fue creado para corregir los fallos del mercado internacional, hoy sus economistas creen dogmáticamente que son los mercados los encargados de enmendar estas imperfecciones.

Así, “el FMI hoy visiblemente rechaza las ideas de Keynes, a mi juicio no ha articulado una teoría coherente de los fallos del mercado que justificaría su propia existencia y proporcionaría una justificación racional de sus intervenciones concretas en los mercados” (p. 248). Prueba de ello es lo que sucede con el mercado cambiario, en donde el FMI interviene cuando ocurre alguna crisis, a pesar que la teoría indica que los tipos de cambio, como cualquier precio, son determinados por el mercado. El papel del FMI con esta política no ha servido sino para favorecer a los especuladores. “Por ejemplo, cuando el FMI y el Gobierno brasileño gastaron 50.000 millones de dólares para sostener el tipo de cambio en un nivel sobrevaluado a finales de 1998, ¿a dónde fue el dinero?” (p. 251).

Stiglitz cita otra situación en la cual el FMI evidencia su incoherencia: cuando impone un régimen de austeridad en aquellos países en problemas, con el objeto de recuperar la confianza de los inversores. Sin embargo, lo que muestra la realidad es que su afán por evitar el “contagio” de otros países, termina provocando precisamente dicho efecto, pues los llamados ajustes significan exportar la recesión a los vecinos.

Otro ejemplo de la incoherencia del FMI es el relacionado con el manejo que dicha institución realiza de las bancarrotas. En la economía de mercado, si un ente financiero realiza un mal préstamo, las consecuencias corren por cuenta del mismo. Sin embargo, lo que el FMI patrocina es el rescate de los acreedores, al facilitarles el dinero a los gobiernos para que cubran las deudas. El resultado: países más endeudados y prestamistas más ricos. Dicha situación se presentó en Rusia en 1998. “En este caso, aunque los acreedores de Wall Street estaban prestando dinero a Rusia, al mismo tiempo hacían saber cuán grande sería el rescate...” (p. 254). Por lo tanto, el adagio popular “la cura resulta más cara que la enfermedad” define en forma concreta los problemas de coherencia del FMI.

En el último capítulo Stiglitz hace su gran aporte al enunciar de manera concisa lo que él considera que debe ser la “nueva agenda” de las instituciones económicas internacionales, de tal manera que cumplan con su misión de mantener el equilibrio económico mundial. Stiglitz señala como condición indispensable para alcanzar estas metas, rediseñar las instituciones, al igual que todo el proceso de globalización. Los siete puntos de la agenda son los siguientes:

1. Aceptación de los peligros que conlleva la liberalización de los mercados de capitales y los flujos de capital de corto plazo (dinero caliente), ya que imponen abultadas externalidades, lo cual significa mayores costes para quienes no son parte activa en el proceso de transacciones.

2. Es imperioso fijar reglas claras sobre las quiebras y moratorias, para que prestamistas e inversores en economías emergentes no se atengan a las políticas de salvamento de acreedores por parte del FMI; y así no estimular el tipo de préstamos temerarios tan comunes en el pasado.

3. Destinar menos recursos a los rescates económicos de los acreedores occidentales, pues este dinero permite que se cobre más de lo que se habría cobrado en otras circunstancias.

4. Es imprescindible tener una regulación bancaria transparente, tanto en los países desarrollados como en vía de desarrollo, con el objeto de no patrocinar prácticas de préstamos que fomenten la inestabilidad económica. Se necesita una aproximación a la regulación más amplia, menos ideológica, adaptada a las capacidades y circunstancias de cada país.

5. Se debe persuadir una mejor gestión del riesgo con respecto a la volatilidad de los tipos de cambio. Los países en desarrollo deben aprender a manejar esos peligros, probablemente mediante la compra de seguros contra tales fluctuaciones en los mercados internacionales de capitales.

6. En relación con lo anterior, dentro de la gestión del riesgo, es necesario tener mejores redes de seguridad que salvaguarden a la población más frágil de los países en crisis, lo que significa por ejemplo incluir programas de seguro de desempleo.

7. Finalmente Stiglitz sugiere construir mejores respuestas a las crisis. Los antecedentes muestran que la actuación del FMI en 1997-1998 fue desastrosa. Así las “respuestas ante las crisis financieras futuras deberán situarse en un contexto social y político” (p. 299). En otras palabras, Stiglitz reclama que el FMI juegue el rol para el cual fue creado, es decir, proveer financiación para activar la demanda en los países que se encuentran en recesión. Frente a dicha situación el autor es sumamente crítico al decir “por qué cuando EE.UU. atraviesa una recesión aboga por una política fiscal y monetaria expansiva, y cuando la atraviesan ellos se insiste en justo lo contrario” (p. 299).

A manera de colofón, Stiglitz dictamina que lo que se necesita es una globalización con un rostro más humano, es decir, “más justa y más eficaz para elevar los niveles de vida, especialmente de los pobres. No se trata sólo de cambiar estructuras institucionales. El propio esquema mental entorno a la globalización debe modificarse” (p. 307). Para ello, él manifiesta su esperanza de cambio en las instituciones económicas internacionales, dada las transformaciones observadas en el BM. Además, prescribe la necesidad de modificar el concepto de ayuda implementado por el sistema financiero mundial, ya que éste se limitan ha designar condiciones respecto del auxilio, olvidando que los países se resienten por las reformas, y realmente no las asumen ni se comprometen con ellas. Stiglitz también demanda una condonación de la deuda para que los países en desarrollo puedan crecer.

Sin embargo, resulta curioso que Stiglitz reclame de los países en desarrollo una posición más proactiva, cuando él mismo sabe que uno de los principios elementales del capitalismo es someter al otro, es decir imponer condiciones. Él deja en manos de estos países la decisión de aceptar la ayuda internacional; así “los países pueden elegir, y entre sus opciones figura el grado al que desean someterse a los mercados internacionales de capitales” (p. 308).

No obstante, él mismo afirma que “la globalización, tal como ha sido defendida, a menudo parece sustituir las antiguas dictaduras de las élites nacionales por las nuevas dictaduras de las finanzas internacionales. A los países, de hecho, se les avisa que si no respetan determinadas condiciones, los mercados de capitales o el FMI se negarán a prestarles dinero” (p. 308). Entonces, ¿cuál autodeterminación al momento de tomar sus 2 Portafolio, martes 14 de enero 2003. propias decisiones, si la estabilidad económica, social y política de un país depende de unos préstamos? Además, ¿qué clase dirigente estaría dispuesta ha exponer sus privilegios de poder a cambio de sobrevivir sólo con los recursos nacionales, si eso probablemente los pondría en la picota pública frente a sus gobernados? Por eso la deuda sigue creciendo, y los organismos financieros multilaterales prestando.

Colombia parece ser el vivo reflejo de esta situación; el actual gobierno tuvo que someterse a las condiciones que le dictó el FMI, es decir, implementar la reforma pensional, laboral y tributaria, con el fin de obtener los recursos necesarios para gobernar durante los próximos cuatro años. El aval del Fondo Monetario Internacional le permitirá a Colombia “acceder a los mercados de capitales en mejores condiciones, al mismo tiempo que activará los recursos pactados con la banca multilateral”2. Lo único es que Colombia tiene que aplicar la fórmula, es decir, disminución del gasto público, control de la inflación y tasas de interés competitivas con la devaluación. Así, a pesar de los fracasos experimentados en distintas latitudes del mundo, el FMI sigue con la misma receta recesiva; la nueva agenda sigue siendo una quimera para nosotros.

No obstante, el trabajo de Stiglitz es sumamente productivo al señalar los responsables del desequilibrio económico, social y político. La opinión crítica emanada de alguien como él, que conoce el mundo financiero internacional, es determinante al momento de evaluar el proceso de globalización. El ajuste de cuentas que Stiglitz hace al Consenso de Washington, en cabeza del FMI y el Departamento del Tesoro americano, fue más que justo para más de la mitad de la humanidad que vive en condiciones de pobreza. Nadie desconoce que la globalización es importante en la medida que permite un intercambio masivo de conocimiento e ideas, lo cual seguramente edifica sociedades más democráticas y justas; lo que sí resulta negativo es la ideología del libre mercado como mecanismo de equilibrio económico global. La autorregulación no ha funcionado y, como Stiglitz lo enuncia, es necesaria la participación del Estado. La teoría keynesiana parece tener hoy más vigencia que nunca.



Fabián Ricardo Acuña Calderón
Profesor
Facultad de Ciencias Económicas
Universidad Nacional de Colombia
E-mail: fracuna@hotmail.com

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