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La felicidad y el pasado

Hay que preguntarse, en un terreno próximo, si las sociedades opulentas mantienen hoy la línea de progreso que, según parece, ha caracterizado su derrotero desde bastante tiempo atrás. Y hay que hacerlo, entre otras muchas razones, porque sobran los argumentos para concluir que las generaciones más jóvenes se aprestan a heredar un mundo en el que las reglas del juego son más duras, y las posibilidades menores, que en el pasado.
Rescatemos un puñado de datos que redundan en provecho de esa percepción. Un ensayista francés, Saint-Marc, nos invita a imaginar una Francia en la cual hubiese sólo 200.000 parados, en la que la criminalidad presentase niveles cinco veces inferiores a los del momento presente, en la que las hospitalizaciones por enfermedades mentales se redujesen a una tercera parte, en la que los suicidios presentasen niveles del 50% de los actuales y en la que no se consumiesen drogas. Saint-Marc concluye, llamativamente, que ésa era la Francia del decenio de 1960... . Y es que el hecho de que en ese mismo país el producto interior bruto real haya crecido doce veces entre 1900 y 2000 , ¿significa que los ciudadanos viven doce veces mejor?
Cuando en 1998 se le preguntó a los canadienses si la situación económica de su generación era mejor que la propia de sus padres, menos de la mitad de los interrogados --un 44%-- estimó que era así, y ello pese a que el producto interior bruto per cápita había crecido un 60% en el cuarto de siglo anterior . Otro tanto parece ocurrir en Estados Unidos, donde, aunque la renta per cápita se ha triplicado desde el final de la segunda guerra mundial, a partir de 1960 se reduce el porcentaje de ciudadanos que declaran sentirse muy satisfechos. En 2005 un 49% de los norteamericanos estimaba que su felicidad se hallaba en retroceso, frente a un 26% que consideraba que se había acrecentado .
En esas condiciones, y en un escenario marcado por los efectos negativos que el progreso ha ido generando --pensemos en la contaminación, el estrés o la obesidad, por rescatar tres datos--, parece obligado invertir la percepción que se hizo valer en la edad media, y que invitaba a afirmar que "el aire de la ciudad hace libres" (Stadtluft macht frei), en la medida en que ofrecía oportunidades inéditas a los siervos del campo, a los comerciantes y a los artesanos. Hoy las ciudades suelen ser recintos marcados por la exclusión, la inhabitabilidad, el vacío de las relaciones y la falta de sociabilidad. Vivir con dos dólares en una de las megalópolis contemporáneas es mucho más difícil que hacerlo en un medio rural en el que perviven relaciones humanas muy sólidas, y en el que se ve garantizado el acceso a los bienes comunes al margen de las reglas del mercado.

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