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El crecimiento como panacea

Todas las disciplinas hacen uso de conceptos que, teóricos o instrumentales, configuran el núcleo de sus apreciaciones. En el caso de la economía, entre esos conceptos se cuentan, con singular peso hoy en día, los de crecimiento, productividad y competitividad, de tal suerte que se sobreentiende que las ganancias en lo que hace a esos tres elementos configuran por necesidad, siempre, datos positivos.
En lo que se refiere, de manera más precisa, al crecimiento, la ciencia económica realmente existente entiende, inexorablemente, que constituye poco menos que una panacea resolutora de todos los males. Lo que se nos viene a decir es que allí donde hay crecimiento económico la cohesión social progresa, los servicios públicos se asientan de forma razonable, la pobreza recula y, en fin, y por dejarlo ahí, el desempleo se reduce. Pocas declaraciones retratan mejor esta percepción de los hechos, en su relación con los ingentes problemas ecológicos que debemos encarar, que la formulada en 2002 por el a la sazón presidente norteamericano George Bush hijo: "El crecimiento es la llave del progreso ambiental, en la medida en que proporciona los recursos que permiten invertir en las tecnologías apropiadas: es la solución, no el problema" . Si queremos agregar otra llamativa toma de posición que bebe de la misma percepción, ahí están las palabras de Gao Feng, responsable de la delegación china en las negociaciones sobre el cambio climático, para quien el desarrollo sostenible remite a la idea de "un crecimiento y un desarrollo que no deben verse sometidos a trabas" .
Nada parece más urgente, sin embargo, que discutir la trama mental en la que se asientan las percepciones que acabamos de glosar. Y es que, y por lo pronto, la relación entre crecimiento económico, por un lado, y cohesión social y redistribución de la riqueza, por el otro, resulta difusa. Sabido es que China ha crecido espectacularmente en los tres últimos lustros, sin que en el gigante oriental se aprecie signo alguno de ganancias en el terreno de la cohesión social. Sobran los ejemplos, por otra parte, de cómo el crecimiento en modo alguno aboca en el mantenimiento de niveles altos de empleo. Desde bastante tiempo atrás es una estrategia principal del capitalismo imperante la que apunta, antes bien, a afianzar una suerte de inversión en tecnología que permita prescindir de puestos de trabajo o, en su caso, facilite la oferta de empleos cada vez menos especializados y peor pagados. Pero, más allá de lo anterior, parece fuera de duda que el crecimiento económico provoca a menudo agresiones medioambientales literalmente irreversibles al tiempo que facilita el agotamiento de recursos manifiestamente escasos que con toda evidencia no van a estar a disposición de las generaciones venideras. Para cerrar el círculo, en fin, una de las secuelas más delicadas del crecimiento es, en el ámbito individual, la que asume la forma de lo que algunos autores han descrito como un "modo de vida esclavo" que nos hace pensar que seremos más felices cuantas más horas trabajemos, más dinero ganemos y, sobre todo, más bienes acertemos a consumir.
Una anécdota retrata cabalmente el significado de ese modo de vida esclavo al que acabamos de referirnos. En una de sus versiones reza así: "En un pequeño pueblo de la costa mexicana un norteamericano se acerca a un pescador que está a punto de echar su siesta y le pregunta: ´¿Por qué no dedica usted más tiempo a pescar en el mar?´. El mexicano responde que su trabajo cotidiano le permite atender de manera suficiente a las necesidades de su familia. El norteamericano pregunta entonces: '¿Qué hace usted el resto del tiempo?'. 'Me levanto tarde, pesco un poco, juego con mis hijos, echo la siesta con mi mujer, por la tarde quedo con mis amigos. Bebemos vino y tocamos la guitarra. Tengo una vida plena'. El norteamericano lo interrumpe: 'Siga mi consejo: dedique más tiempo a la pesca. Con los beneficios, podrá comprar un barco más grande y abrir su propia factoría. Se trasladará a la Ciudad de México, y luego a Nueva York, desde donde dirigirá sus negocios'. '¿Y después?', pregunta el mexicano. 'Después su empresa cotizará en bolsa y usted ganará mucho dinero'. '¿Y después?', replica el pescador. 'Después podrá jubilarse, vivir en un pequeño pueblo de la costa, levantarse tarde, jugar con sus hijos, pescar un poco, echar la siesta con su mujer y pasar la tarde con

los amigos, bebiendo vino y tocando la guitarra'" .
Por detrás del argumento que acabamos de expresar es fácil apreciar la necesidad inexorable de sopesar críticamente otra categoría que está en el núcleo de muchos de los preconceptos de la economía: la del consumo y sus presuntas virtudes. Zygmunt Bauman ha subrayado cómo lo que consumimos comúnmente carece de relieve a nuestros ojos, en tanto la promesa de satisfacer nuestros deseos en grado extremo sólo tiene sentido si esos deseos no son, paradójicamente, satisfechos. "Una sociedad de consumo sólo puede ser una sociedad de exceso y prodigalidad y, por ende, de redundancia y despilfarro" . Somos víctimas visibles de inteligentes políticas de publicidad que configuran una genuina economía del engaño. Desde la infancia, la sociedad se articula en torno al consumo. "Uno de los puntos centrales de la formación de las personas y de los valores morales en la vida contemporánea consiste en la familiarización de los niños con los materiales, medios de comunicación, imágenes y significados propios, referidos o relacionados con el mundo del comercio", agrega Bauman , quien subraya también cómo la lógica del consumo hace que los grupos sean más frágiles y divisibles al tiempo que favorece en cambio la rápida formación de multitudes. "El consumo es una acción solitaria por antonomasia, aun cuando se haga en compañía" . De resultas, conviene recelar de la superstición que sugiere que el tránsito desde una sociedad de productores a otra de consumidores ha acarreado una emancipación gradual de los individuos y ha permitido pasar de un escenario de restricciones y ausencia de libertad a otro de autonomía individual y dominio de sí mismo.
Por detrás, en fin, los cimientos de tanta irracionalidad son tres: la propaganda, que a menudo nos obliga a comprar aquello de lo que objetivamente no precisamos; el crédito, que permite allegar recursos para adquirir eso que no necesitamos, y, en suma, la caducidad de los bienes, fabricados de tal manera que en un período de tiempo muy breve dejan de servir, con lo que nos vemos impelidos a hacernos con otros nuevos.

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