Uno de los efectos indeseables de lo que acabamos de señalar es el vinculado con las numerosas ilusiones ópticas que rodean a las grandes cifras. Permítasenos aportar al respecto tres ejemplos.
El primero de ellos rescata una reflexión de Vassily Leontieff, premio Nobel de Economía. Leontieff comparó, acaso tres decenios atrás, los sistemas de transporte de Estados Unidos y de China. El primero de esos países --razonaba Leontieff-- parecía disponer del sistema de transporte más desarrollado del mundo. Contaba con el mayor número de kilómetros de autopista, disfrutaba del mayor número de automóviles y consumía el mayor número de litros de gasolina por habitante y año. Ahora bien, cuando llegaba el momento de analizar cómo se satisfacían las necesidades cotidianas de la población, al poco se descubría que el norteamericano medio vivía a una hora, en automóvil, de su centro de trabajo, tenía que utilizar el coche y se veía inmerso en gigantescos atascos que dañaban sus nervios y contaminaban el medio ambiente, para al cabo, y a menudo, llegar tarde a trabajar. En China, en cambio, los datos
estadísticos reflejaban --hablamos de hace treinta años-- lo que en los hechos era la ausencia material de un sistema de transporte: no había autopistas, tampoco automóviles, apenas se consumía gasolina... Y, sin embargo, el chino medio residía a cinco minutos en bicicleta de su puesto de trabajo, no se veía inmerso en ningún tipo de atasco y no contaminaba el medio, para a la postre llegar en hora a trabajar. Era obligado preguntarse --agregaba Leontieff-- cuál de esos dos sistemas, el estadounidense o el chino, satisfacía de manera más cabal las necesidades. Aunque el premio Nobel agregaba, claro, que no quería ignorar que era más que posible que el chino medio no ingiriese las calorías necesarias para vivir de manera solvente, al cabo se preguntaba si, de resultas de los análisis económicos convencionales, no estábamos un tanto desorientados en la medida en que no nos interrogábamos por lo más importante: la satisfacción objetiva de las necesidades humanas.
El segundo ejemplo llama la atención sobre un hecho vinculado con la condición de la sanidad en Cuba, cuyo gobierno ha apostado con claridad por la prevención y por la proximidad de los médicos generalistas. Cuba dedica a sanidad un número de dólares por habitante mucho menor que el que se hace valer en EE.UU. (236 por 5.274 en 2005) , y sin embargo obtiene resultados similares a los norteamericanos en cuanto a esperanza de vida al nacer y mortalidad infantil. No sólo eso: según la Organización Mundial de la Salud, Cuba ocupa el puesto 36 en la lista de países cuyo sistema sanitario rinde mayores servicios a la población, mientras EE.UU. se halla, significativamente, en el puesto 72. Es cierto, con todo, que para explicar cómo los resultados tienen poco que ver con la magnitud de las cifras invertidas hay que invocar también factores que discurren en muchos sentidos al margen del sistema sanitario y sus prestaciones. Piénsese que el régimen alimenticio de los cubanos --con primacía de frutas y legumbres, y escaso consumo de carne-- y el hecho de que se vean obligados a realizar frecuentes desplazamientos a pie se traduce, no sin paradoja, en consecuencias beneficiosas. Y es que la pobreza y la escasez pueden tener
--no lo olvidemos-- efectos saludables.
Procuremos el tercer y último ejemplo, que no es otro que el que nos habla de lo que comúnmente supone el automóvil en nuestras sociedades. Es significativo al respecto, por cierto, que cuando se desea recrear un mundo vivible y agradable, lo común es que pensemos inmediatamente en un mundo sin automóviles. Porque las consecuencias de la presencia de éstos
son muchas y muy delicadas. Una de ellas es el acaparamiento de espacios públicos. En las ciudades un 60% de las calles está ocupado por espacios para aparcar. . Esto aparte, un coche reclama doce veces más superficie por persona transportada que un autobús, circunstancia tanto más grave cuanto que resulta harto común que la tasa media de ocupación por automóvil sea, en una ciudad como París, de 1,25 personas. Para hacer las cosas aún más inquietantes, la presencia del automóvil ha acarreado una creciente fealdad --túneles, pasos elevados, aparcamientos subterráneos--, ha provocado niveles de contaminación --también acústica-- inaceptables, ha facilitado el asentamiento de las grandes superficies en detrimento de la actividad comercial tradicional y ha hecho que se multiplicase el número de accidentes. Para que nada falte, parece demostrado que el tiempo que un automóvil permite ahorrar --la velocidad media de la circulación en muchas ciudades no excede los 20 kilómetros/hora-- es significativamente menor que el número de horas que hay que trabajar para adquirirlo y mantenerlo. Pese a todo lo dicho, el coche es un objeto de visible adoración consumista. Así lo certifica el hecho de que una de las señales que permite identificar el tránsito de la adolescencia a la edad adulta es la disposición de un automóvil. No parece que sea preciso agregar que las prestaciones derivadas de la disposición de un coche --un elemento más que permite acrecentar las dimensiones del producto interior bruto-- a duras penas compensan los numerosos efectos negativos que aquél tiene sobre sociedades cada vez más marcadas por la omnipresencia de este singular objeto de consumo.
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