Hay que prestar atención, también, a lo que se ha dado en llamar efecto rebote: la manifestación de inesperadas consecuencias perniciosas derivadas de lo que a primera vista son pasos encaminados en la buena dirección. Más que teorizar al respecto, tiene sentido que propongamos algunos ejemplos de lo que queremos decir, en la convicción, claro, de que retratan situaciones que es urgente esquivar.
Acumulemos esos ejemplos: lo que se ahorra al introducir bombillas de bajo consumo se destina a pagar un viaje al Caribe que obliga a consumir mucha más energía de la inicialmente ahorrada; como quiera que los trenes de alta velocidad nos llevan con enorme rapidez a muchos lugares, tendemos a viajar más lejos y a hacerlo más a menudo, con lo cual consumimos, de nuevo, más energía; al estar nuestras viviendas mejor aisladas, el ahorro correspondiente lo destinamos a adquirir un segundo automóvil, con las secuelas esperables; la conciencia de los efectos dramáticos del caluroso verano registrado en 2003 en buena parte de Europa se tradujo en muchos casos en la compra de aparatos de aire acondicionado que tienen un impacto desastroso sobre el medio; la proliferación de los ordenadores no se ha traducido en un consumo menor de papel, toda vez que ha incitado a asumir nuevas tareas que antes eran impensables; la extensión, en fin, del air bag en los vehículos se ha traducido en un incremento en el número de accidentes, de resultas de los riesgos, mayores, que asumen los conductores.
Obligado parece agregar que el efecto rebote no es, las más de las veces una consecuencia inesperada de nuestra conducta, sino, antes bien, una fórmula manifiestamente buscada con el propósito de acrecentar ventas y beneficios.
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