La propuesta del decrecimiento parte de la certeza de que tendemos a ver todos los problemas en exclusiva desde el prisma de la economía . Lo que viene a señalarnos es que en los países ricos tenemos que reducir la producción y el consumo porque vivimos por encima de nuestras posibilidades, porque es urgente cortar emisiones que dañan peligrosamente el medio y porque empiezan a faltar materias primas vitales. "El único programa que necesitamos se resume en una palabra: menos. Menos trabajo, menos energía, menos materias primas" (B. Grillo) .
Conviene dejar claro desde el principio, con todo, que el decrecimiento no es un crecimiento negativo, expresión contradictoria que revela la supremacía del imaginario desarrollista (Serge Latouche) . Hay que huir, en otras palabras, de cualquier percepción cuantitativa del decrecimiento: no se trata de hacer lo mismo pero en menos cantidad.
Parece evidente, de cualquier modo, que debemos actuar con urgencia para poner freno a las muchas actividades económicas que están en el origen de la expansión de la huella ecológica, y que ello debe traducirse, en términos de las mediciones convencionales vinculadas con el producto interior bruto, en una reducción de éste. Digámoslo con claridad: debe reducirse buena parte de la actividad --en su caso toda ella-- de industrias como la automovilística, la de la aviación, la de la construcción o la militar. Alguien aducirá inmediatamente que, de cobrar cuerpo un proyecto de esa naturaleza, se generarán millones de desempleados en los países ricos. ¿Qué haremos, entonces, con esos desempleados? La respuesta invoca dos vías de solución: si la primera subraya la necesidad de expandir la actividad de aquellos segmentos de la economía vinculados con la satisfacción de las necesidades sociales y la atención al medio ambiente, la segunda refiere la conveniencia de repartir el trabajo en los sectores económicos tradicionales que, por lógica, pervivirán. El resultado final sería que trabajaríamos menos, dispondríamos de mucho más tiempo libre y reduciríamos sensiblemente los niveles de consumo, desbocados, a los que se entrega buena parte de la población en las sociedades opulentas. Está servida la conclusión de que semejante horizonte nada tiene que ver con un estado de general infelicidad: comparada con el modo de vida esclavo del que antes hemos hablado, la del decrecimiento se antoja una perspectiva paradójicamente más halagüeña. A su amparo, y por lo pronto, se crearán nuevos sectores económicos que se propondrán colmar las necesidades insatisfechas, con servicios poco intensivos en recursos y formas descentralizadas de organización. Haciendo de la necesidad virtud, y por otra parte, del decrecimiento pueden obtenerse ventajas en lo que respecta a la preservación del medio ambiente, el bienestar de las generaciones futuras, la salud de los consumidores y las condiciones del trabajo asalariado. En otro plano, aunque el decrecimiento pone claramente en peligro el nivel de vida de una minoría de la población planetaria, lo hace a costa de acrecentar la felicidad y el bienestar de una mayoría.
Conviene que agreguemos aquí que en el mundo rico son varios los elementos que facilitan un horizonte de decrecimiento. Ahí están las infraestructuras existentes, la presencia de servicios razonablemente desarrollados, la satisfacción general de un conjunto de necesidades vitales o, en suma, el propio decrecimiento que afecta a la población. Aunque inmediatamente nos veremos en la obligación de subrayar que la propuesta del decrecimiento reclama el concurso de un puñado de valores y reglas sin los cuales el proyecto quedaría visiblemente descafeinado, lo suyo es que ahora enunciemos una certeza: si no decrecemos voluntaria, racional, solidaria y ecológicamente, tendremos que hacerlo obligados por las circunstancias de carestía de la energía y cambio climático que acompañan al hundimiento, cada vez más fácil de vislumbrar, del capitalismo global. Nos enfrentamos, en otras palabras, a dos escenarios alternativos. Mientras el primero reclama, pongamos por ejemplo, un crecimiento débil, del 2%, durante los próximos 48 años, el segundo reivindica un decrecimiento del 5% durante esos mismos años. Si el primer escenario nos conduce treinta veces más allá de lo que parece viable, el segundo garantizaría, en cambio, la viabilidad .
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